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La novela puede resultarnos amarga: como un segundo gris tras un minuto de brillo, como una risotada oculta o como un largo silencio de humor. De la dicha a la desdicha; del sabor al sinsabor. En esa encrucijada se mueve el personaje. Algún lector reconoce ese juego o los líos y fracasos sobre los que se va construyendo su existencia: de error en error, sin llegar a alcanzar lo que quiere: ¿el sueño burgués de placer infinito? Ahí entra la aflicción o el disgusto: en la construcción del personaje, que siendo reconocido nos sorprende y lo hace al conseguir alcanzar con sus estupideces una dialéctica de búsqueda. Y para ello, antes que la definición de su sabor, está la máscara, y con ella es con la que persigue definir su sabor. La idea de máscara nos recuerda a aquel verso de Dylan Thomas con el que nos anunciara Julio Cortázar
la lectura de El Perseguidor
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